miércoles, 16 de agosto de 2017

EL LADO OSCURO DE GEORGE WASHINGTON

Su visión sobre la esclavitud

Oney Judge era una esclava de la plantación de George Washington en Virginia.
A principios de 1789, la adolescente Oney comenzó a trabajar como esclava personal de la Primera Dama, Martha Washington, en el hogar presidencial; primero en Nueva York y luego en Filadelfia.
Según la ley de Pensilvania, los esclavos que permanecían en el estado por más de seis meses podrían ser liberados.
George Washington sacaba a sus esclavos domésticos del estado cada seis meses. Este proceder era ilegal, pero nadie se atrevió a desafiar al Presidente y Padre de la Nación.
En 1796, Martha le dijo a Oney que la cedería a su nieta como regalo de bodas. Oney tenía en ese momento veinte años y supo con certeza que si regresaba a Virginia nunca obtendría la libertad.
Se contactó entonces con la comunidad libre de Filadelfia, embaló y envió sus pertenencias a la casa de un amigo por adelantado.
Una noche, mientras la familia cenaba, huyó.
Con la ayuda de la comunidad libre, Oney se dirigió a New Hampshire.
Los Washington pusieron avisos en los periódicos denunciando a Oney como fugitiva, y luego de descubrir que estaba en New Hampshire, trataron de secuestrarla dos veces.
Oney, con la ayuda de los abolicionistas, permaneció libre. Se casó con un marinero , un negro libre, y formó una familia. Tuvo tres hijos. Murió en 1848.
Debido al empecinamiento de Washington por no liberarla, Oney y sus hijos fueron considerados fugitivos por la ley hasta su muerte.


lunes, 7 de agosto de 2017

EL NAUFRAGIO DEL USS INDIANAPOLIS

Devorados por los tiburones

En 1945 un buque de guerra estadounidense, el USS Indianapolis fue torpedeado por un submarino japonés. Más de 800 marinos consiguieron lanzarse al agua y salvarse en un primer momento. Durante varios días tuvieron que sobrevivir en medio del océano sin víveres ni agua potable mientras eran atacados constantemente por tiburones que se estaban dando un festín con los pobres náufragos. Cerca de 400 murieron devorados por los escualos en una de las mayores masacres causadas por animales en la historia. Su última misión había sido transportar el material nuclear con el que se armarían después las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki.

El relato de un testigo

Loel Dean Cox, un marinero de 19 años de edad, estaba de turno en el puente de mando. A sus 87 años, en conversación con la BBC, recuerdó el momento.
"¡Buuum! Salí volando por los aires. Había agua, escombros, fuego, todo subía y estabamos a 25 metros sobre el agua. Fue una explosión tremenda. Y luego, cuando me pude arrodillar, otro estallido. ¡Buuum!".
Llegó la orden de abandonar el buque. Cox trepó hasta el lado más alto y trató de saltar al agua. Se golpeó contra el casco y rebotó antes de caer en el océano.
"Miré para atrás. El barco estaba hundiéndose en picada. Había hombres brincando desde la popa mientras las hélices seguían rotando".
"Nunca vi una lancha salvavidas. Finalmente escuché unos gemidos y gritos, nadé en esa dirección y me uní a un grupo de 30 hombres, con los que me quedé. Pensamos que era cuestión de esperar un par de días mientras nos recogían".
Pero nadie estaba en camino a rescatarlos.
Atraídos por la matanza del naufragio, cientos de tiburones venían en dirección a los sobrevivientes desde los alrededores.
"Nos hundimos a la medianoche y vi uno por la mañana cuando salió el sol. Eran grandes. Le juro que algunos tenían 4,5 metros de largo", aseguró Cox.
"Estaban continuamente ahí, la mayor parte del tiempo comiéndose los cuerpos de los muertos. Gracias a Dios había mucha gente muerta flotando en el área".
Pero pronto empezaron a atacar a los vivos.
"Perdíamos tres o cuatro compañeros cada noche y día. Uno sentía miedo constantemente pues los veía todo el tiempo. A cada rato uno veía sus aletas... una docena, dos decenas en el agua.
Venían y se tropezaban con uno. A mí me golpearon varias veces: uno nunca sabía cuando iban a atacar.
En esa agua clara, uno podía ver a los tiburones merodeando. Y de tanto en tanto, como un rayo, uno nadaba derecho para arriba, cogía a un marinero y se lo llevaba. Uno vino y se llevó al marinero que estaba a mi lado.
A duras penas podía uno mantener la cara afuera del agua. El salvavidas tenía ampollas en mis hombros, ampollas encima de mis ampollas. Hacía tanto calor que rezábamos para que oscureciera, y cuando oscurecía, rezábamos por que amaneciera pues hacía tanto frío que nuestros dientes castañeteaban.
El agua dulce se guardaba en la segunda cubierta de nuestro barco. Un amigo alucinaba que podía ir al barco y tomar algo de agua. De repente, su salvavidas estaba flotando sin él. Y luego él emergió y nos contó cuán buena y fría estaba el agua, que debíamos ir a tomarla".
Estaba tomando agua salada, por supuesto. Murió poco después.
De repente, por casualidad, en el cuarto día, una aeronave de la marina pasó y vio a algunos marineros en el agua. Para entonces eran menos de 10 en el grupo de Cox.
"Uno de los hombres nos saludaba desde el avión. Fue entonces que se nos salieron las lágrimas, se nos erizó la piel y supimos que estábamos salvados, que nos habían encontrado, al menos. Fue el momento más feliz de mi vida.
Oscureció y una fuerte luz bajó del cielo, desde una nube: pensé que los ángeles estaban viniendo. Pero era el buque de rescate que dirigió su reflector hacia arriba para darle esperanza a los marineros y avisarles que los estaban buscando".
"En algún momento de la noche, me acuerdo de que unos brazos fuertes me subieron a un bote. Saber que te salvaste es la mejor sensación que se puede tener", aseguró Cox.